Percepción de una pandemia desde los ojos de una enfermera
A casi dos
años, todos sabemos perfectamente el curso de lo vivido. Vivimos y pasamos a
través de una sucesión de hechos que no habíamos imaginado y para los cuales
nadie estaba preparado.
Un día,
hubo un virus y dos semanas después, una pandemia.
Recuerdo
las noticias sensacionalistas, donde nos contaban como el personal medico chino
estaba envolviendo sus cuerpos en trajes de astronautas, cortando sus melenas, teniendo
miedo. ¿Cómo dimensionar lo que esta pasando al otro lado del mundo, como
trasladarlo a nuestra situación, como siquiera imaginar el calor de las llamas
que estaban por consumirnos?
Hubo medidas que empezamos a tomar, más preventivas que reales pues aún no había
casos en el país, que decir de mi ciudad: usar cubrebocas, lavarnos las manos.
En mi trabajo de ese momento me obligaban a usar ropa para ahí y otra para la
calle, desinfectar las suelas de mis zapatos, tener especial cuidado en la
forma en que nos manejábamos. Veía las noticias y no podía evitar recordar lo
que influenza 2009 había significado en mi contexto personal como estudiante de
secundaria e hija de una persona inmunosuprimida. ¿Sería igual, sería peor,
sería mejor? ¿Qué ruleta giraba y que boleto teníamos, en que rifa estábamos?
Al mismo
tiempo estaba en proceso para entrar a trabajar a un hospital publico. No es
especialmente un secreto que para las personas de mi categoría es necesario de
un familiar que te recomiende, el cual yo no tenía, por lo que el simple hecho
de que me estuvieran considerando me hacia ilusión. Y de repente lo que era tan
tardado, el trabajo que pedía mil requisitos, el que rechazaba por igual a
quienes tuvieran el mínimo defecto estaba aceptando a todos. Al enfermo, al
adicto, al que no era pariente de nadie, inclusive a quienes aun no habían terminado
su preparación. A t-o-d-o-s, con una premura que debió ser presagio de lo que estábamos
por vivir.
Y pasó.
Entré a
trabajar en el mes de abril, plena primera ola. Teóricamente al personal
eventual no deberían mandarnos al área de aislados por covid… teóricamente. Aun
puedo ver las caras de mis compañeros, la emoción de una nueva oportunidad
laboral… el brillo en los ojos, las sonrisas nerviosas, los comentarios
describiendo como no éramos los más preparados ni experimentados, las mochilas
llenas de por si acaso. Las miles de clase en línea enseñándonos como ponernos
el equipo de protección personal y quitarlo sin contaminarnos o contaminar a
los demás. El que íbamos a encontrar en el área: personas sin rostro, gente en
dolor, asfixiándose, miles de intubados, medicación sin la certeza de que fuera
la correcta, un experimento y todo por un sueldo quincenal, firme aquí.
La primera
vez que me tocó estar en área covid, me mandaron al área de triage. La
mascarilla me daba un poco de comezón en el rostro y el overall me hacía
sentirme aún mas chiquita. Recuerdo perfectamente el comentario de la medico en
turno: “Te están mandando aquí y aún ni siquiera recibes tu primera quincena…
con el riesgo de esta enfermedad quizá nunca la recibas”. Sabía lo mal que
llegaban las personas y aun así no podía evitar impresionarme al ver las lecturas
del oxímetro pues había algunas que yo pensaba ni siquiera eran compatibles con
la vida. Para la siguiente noche estaba en área, me tocó trabajar con
ventiladores.
Esto merece
una mención aparte. Intubamos a montones. No intubamos aun mas, pues muchos
llegaban a recibir un poco de oxigeno antes de caer muertos, cuando aún no sabíamos
que se debía anticoagular, que se debía explorar ciertos parámetros por
laboratorio, que había que tener especial cuidado en quienes tenían otras
enfermedades crónicas previas. ¿Cuántas personas vi morir en menos de un minuto
por infartos fulminantes, siendo yo una enfermera nueva en el hospital,
inexperta? ¿De cuantos ojos vi escapar la luz? Y a aquellos que si lográbamos
intubar… ¿de cuantos preparé infusiones por montones porque nada parecía dormirlos,
a cuantos les evolucionábamos parámetros en el ventilador hasta ser
incompatible con la vida? ¿Cuántos de ellos me enseñaron lo lábiles que somos
ante las aminas?
Entrar al área
significaba intentar no morir de calor. Prepararse horas antes no bebiendo
grandes cantidades para no tener necesidad de ir al baño. Intentar proteger
nuestros rostros con diversas medidas para no quedar marcados. Tratar los
lentes para que no empañaran. Darnos ánimos entre nosotros, entre los que
entrabamos, decirnos con las miradas “tu puedes”, mirarnos fijamente mientras
nos amarrábamos las batas los unos a otros. Apenas pisar el área someterse a una carga de
trabajo impresionante porque -por supuesto- esa área era solo para el personal
eventual, evidentemente alguien con trabajo asegurado y protegido por sindicato
no se expondría a ello, eso sin mencionar que muchos más estaban de licencia. Aceptar
tener a cargo a miles de pacientes y tratar de hacer lo mejor por ellos, por estar
cómodos. Meter el teléfono en bolsas ziploc y hacer llamadas de contrabando: “Salude
a su mamá, despídase de su hijo, díganse que se aman, tenemos hoy y mañana
quien sabe”. Mandarle mensajes a mi mejor amiga en plenas 2 a.m. y confesar que
tenía miedo, que sentía ansiedad, que no sabía si podría más y al mismo tiempo
asegurarle a mamá que estaba bien por no quererla preocupar. Derrumbarme y
erigirme al exacto mismo tiempo, eso fue.
Apenas me
estaba fogueando en el tema cuando hubo necesidad de empezar a foguearme en
otros: No hay ventiladores suficientes para la demanda. Hacíamos consensos y la
respuesta siempre dolía porque implicaba que alguien iba a perder. No teníamos tiempo
a lamentar los decesos porque inmediatamente había alguien mas necesitando
ayuda de forma inmediata. Los ventiladores tenían el tiempo justo para
desinfectarse y tratarse antes de volverse a usar. En ese sentido, perder a
alguien significó ganar por algunos días a otra persona. ¿Cómo asimilas que el
abuelo que se fue le estaba dando su lugar a la mamá de otra persona? ¿Cómo
aceptas esa verdad como justicia divina? ¿A que Dios nos estábamos ateniendo, a
uno que nos hizo pasar por esas experiencias? Puedo jurar que no había Dios en
esas salas de urgencias.
Algunos
turnos me tocó entrar a área con el personal justo y hacer actos que ante
algunos ojos podrían parecer heroicos y ante otros simplemente estúpidos. Aprendí
a procurar y exigir lo necesario para mis pacientes. También tuve que encontrar
la forma de separar a la persona empática de la persona profesional o me
volvería loca de dolor. Recuerdo experiencias pero ya no recuerdo caras, ya no
recuerdo las manos que tomé, las palabras de aliento que di así como tampoco
recuerdo los ojos velados y las pieles cetrinas de los miles que murieron.
Recuerdo el calor, el sudor resbalando por mi rostro, los kilos perdidos, la piel
lastimada pero espero poder olvidar la guardia que nos obligaron a trabajar
entre cadáveres porque no había personal en mortuorio, o espacio suficiente
para almacenar tantos cuerpos. También espero olvidarlos a ellos, a los que les
pedía perdón antes de pasar frente a su cuerpo para seguir haciendo mi trabajo.
A los que antes de cerrar la mortaja les decía “buen viaje” y a aquellos más
que tuve que decir “perdón por no tener más que ofrecer”.
Porque, como es entendible, en una situación que requirió tanto en tan poco tiempo, pronto nos quedamos sin muchísimos insumos. A nadie le deseo una secuencia de intubación rápida sin sedantes o relajantes. La falta de analgesia. Aquel día que, por falta de mantenimiento, nos falló el suministro de oxigeno. Las miles de veces que no hubo bombas de infusión suficientes. La oleada de gente siendo atendida en sillas porque no alcanzaron las camas. Perdón por no tener más.
Y luego
llegaba el momento de irse. Las filas interminables de personal esperando a quitarse
todo de forma adecuada, a proceder al baño (sin puerta, tapado apenas con una
sabana y de agua fría). En algunos hospitales al salir les daban electrolitos,
a nosotros a veces nos daban agua y quizá algo mas si una asociación había hecho
donaciones. Y entonces empezaba la otra segregación: El personal sacándonos la
vuelta por “contaminados”, las personas fuera del hospital viéndonos feo, incluso
algunos atacando a otros con cloro… pero nosotros luchamos por esa oportunidad
laboral, y como nos dijo alguna vez una jefa de piso “no queda más que
apechugar”.
Llegar a
casa con los miles de protocolos que todos montamos: bañarnos fuera, dejar la
ropa directo en la lavadora, no abrazar a nadie hasta que no hubiera peligro. Jamás
imagine como privilegio el vivir sola hasta que me di cuenta que no podía contagiar
a nadie, que no tendría esa culpa. Segregarnos y ver a nuestros seres queridos
por formas virtuales, ni siquiera tener la distracción de ir al mercado por evitar
exponer a alguien mas. El encierro posterior al encierro.
Esas noches
(o en mi caso días) después de trabajar, el cuerpo estaba cansado, maltratado,
deshidratado. La mente llena de imágenes dignas de un filme gore. Sentirse
cansado e igual no poder dormir. Oír aun bombas pitando, ventiladores,
respiraciones disneicas. No poder relajarse. La taquicardia, las manos sudando,
los nervios. Debutar con ansiedad. Y en un abrir y cerrar de ojos es nuevamente
hora de trabajar. ¿Me da gusto ir a trabajar y abandonar mi soledad o me pesa
porque se que veré gente morir?
Y es que en
esos días seguramente me hice acreedora a un master en amortajar.
Ahora, tres
olas y una vacuna llena de esperanza después, quedan las consecuencias. El
personal cansado, el personal deprimido, el personal despedido. Aquellos a
quienes el hospital nos dijo adiós y aun mas difícil aquellos a quienes les
dijimos adiós del mundo. Las faltas en las mesas, los guerreros caídos. Queda
un rezago en la atención hospitalaria sin precedentes. Nuevo conocimiento,
también, ¿pero a que costo? Queda la ansiedad, el recuerdo, el trauma. “Quedaron
locos”, nos dijeron hace poco con sorna. Y si, ¿quién no quedaría loco después
de algo así? ¿Quién no debió estar loco desde un principio para aceptar estar ahí?
Después de
ser desechable. Después de darlo todo y que ahora se nos diga “gracias, nos
vemos a la próxima”. Después de las promesas que evidentemente no tenían sustento.
Después de que nos dicen “ustedes ya sabían a lo que se atenían”… pues perdón
por aventarme a hacer el trabajo que nadie mas quiso, por hacer lo que pocos. Así
se siente ser un olvidado, un rezagado, un outsider.
Se rumora
un nuevo despunte. A Dios le pedimos que no. Y si hubiera otra pandemia, y si nos
necesitaran nuevamente, y si…
Pero no.
Por hoy no.