viernes, 12 de noviembre de 2021

Los olvidados

Percepción de una pandemia desde los ojos de una enfermera

A casi dos años, todos sabemos perfectamente el curso de lo vivido. Vivimos y pasamos a través de una sucesión de hechos que no habíamos imaginado y para los cuales nadie estaba preparado.

Un día, hubo un virus y dos semanas después, una pandemia.

Recuerdo las noticias sensacionalistas, donde nos contaban como el personal medico chino estaba envolviendo sus cuerpos en trajes de astronautas, cortando sus melenas, teniendo miedo. ¿Cómo dimensionar lo que esta pasando al otro lado del mundo, como trasladarlo a nuestra situación, como siquiera imaginar el calor de las llamas que estaban por consumirnos?

Hubo medidas que empezamos a tomar, más preventivas que reales pues aún no había casos en el país, que decir de mi ciudad: usar cubrebocas, lavarnos las manos. En mi trabajo de ese momento me obligaban a usar ropa para ahí y otra para la calle, desinfectar las suelas de mis zapatos, tener especial cuidado en la forma en que nos manejábamos. Veía las noticias y no podía evitar recordar lo que influenza 2009 había significado en mi contexto personal como estudiante de secundaria e hija de una persona inmunosuprimida. ¿Sería igual, sería peor, sería mejor? ¿Qué ruleta giraba y que boleto teníamos, en que rifa estábamos?

Al mismo tiempo estaba en proceso para entrar a trabajar a un hospital publico. No es especialmente un secreto que para las personas de mi categoría es necesario de un familiar que te recomiende, el cual yo no tenía, por lo que el simple hecho de que me estuvieran considerando me hacia ilusión. Y de repente lo que era tan tardado, el trabajo que pedía mil requisitos, el que rechazaba por igual a quienes tuvieran el mínimo defecto estaba aceptando a todos. Al enfermo, al adicto, al que no era pariente de nadie, inclusive a quienes aun no habían terminado su preparación. A t-o-d-o-s, con una premura que debió ser presagio de lo que estábamos por vivir.

Y pasó.

Entré a trabajar en el mes de abril, plena primera ola. Teóricamente al personal eventual no deberían mandarnos al área de aislados por covid… teóricamente. Aun puedo ver las caras de mis compañeros, la emoción de una nueva oportunidad laboral… el brillo en los ojos, las sonrisas nerviosas, los comentarios describiendo como no éramos los más preparados ni experimentados, las mochilas llenas de por si acaso. Las miles de clase en línea enseñándonos como ponernos el equipo de protección personal y quitarlo sin contaminarnos o contaminar a los demás. El que íbamos a encontrar en el área: personas sin rostro, gente en dolor, asfixiándose, miles de intubados, medicación sin la certeza de que fuera la correcta, un experimento y todo por un sueldo quincenal, firme aquí.

La primera vez que me tocó estar en área covid, me mandaron al área de triage. La mascarilla me daba un poco de comezón en el rostro y el overall me hacía sentirme aún mas chiquita. Recuerdo perfectamente el comentario de la medico en turno: “Te están mandando aquí y aún ni siquiera recibes tu primera quincena… con el riesgo de esta enfermedad quizá nunca la recibas”. Sabía lo mal que llegaban las personas y aun así no podía evitar impresionarme al ver las lecturas del oxímetro pues había algunas que yo pensaba ni siquiera eran compatibles con la vida. Para la siguiente noche estaba en área, me tocó trabajar con ventiladores.

Esto merece una mención aparte. Intubamos a montones. No intubamos aun mas, pues muchos llegaban a recibir un poco de oxigeno antes de caer muertos, cuando aún no sabíamos que se debía anticoagular, que se debía explorar ciertos parámetros por laboratorio, que había que tener especial cuidado en quienes tenían otras enfermedades crónicas previas. ¿Cuántas personas vi morir en menos de un minuto por infartos fulminantes, siendo yo una enfermera nueva en el hospital, inexperta? ¿De cuantos ojos vi escapar la luz? Y a aquellos que si lográbamos intubar… ¿de cuantos preparé infusiones por montones porque nada parecía dormirlos, a cuantos les evolucionábamos parámetros en el ventilador hasta ser incompatible con la vida? ¿Cuántos de ellos me enseñaron lo lábiles que somos ante las aminas?

Entrar al área significaba intentar no morir de calor. Prepararse horas antes no bebiendo grandes cantidades para no tener necesidad de ir al baño. Intentar proteger nuestros rostros con diversas medidas para no quedar marcados. Tratar los lentes para que no empañaran. Darnos ánimos entre nosotros, entre los que entrabamos, decirnos con las miradas “tu puedes”, mirarnos fijamente mientras nos amarrábamos las batas los unos a otros.  Apenas pisar el área someterse a una carga de trabajo impresionante porque -por supuesto- esa área era solo para el personal eventual, evidentemente alguien con trabajo asegurado y protegido por sindicato no se expondría a ello, eso sin mencionar que muchos más estaban de licencia. Aceptar tener a cargo a miles de pacientes y tratar de hacer lo mejor por ellos, por estar cómodos. Meter el teléfono en bolsas ziploc y hacer llamadas de contrabando: “Salude a su mamá, despídase de su hijo, díganse que se aman, tenemos hoy y mañana quien sabe”. Mandarle mensajes a mi mejor amiga en plenas 2 a.m. y confesar que tenía miedo, que sentía ansiedad, que no sabía si podría más y al mismo tiempo asegurarle a mamá que estaba bien por no quererla preocupar. Derrumbarme y erigirme al exacto mismo tiempo, eso fue.    

Apenas me estaba fogueando en el tema cuando hubo necesidad de empezar a foguearme en otros: No hay ventiladores suficientes para la demanda. Hacíamos consensos y la respuesta siempre dolía porque implicaba que alguien iba a perder. No teníamos tiempo a lamentar los decesos porque inmediatamente había alguien mas necesitando ayuda de forma inmediata. Los ventiladores tenían el tiempo justo para desinfectarse y tratarse antes de volverse a usar. En ese sentido, perder a alguien significó ganar por algunos días a otra persona. ¿Cómo asimilas que el abuelo que se fue le estaba dando su lugar a la mamá de otra persona? ¿Cómo aceptas esa verdad como justicia divina? ¿A que Dios nos estábamos ateniendo, a uno que nos hizo pasar por esas experiencias? Puedo jurar que no había Dios en esas salas de urgencias.

Algunos turnos me tocó entrar a área con el personal justo y hacer actos que ante algunos ojos podrían parecer heroicos y ante otros simplemente estúpidos. Aprendí a procurar y exigir lo necesario para mis pacientes. También tuve que encontrar la forma de separar a la persona empática de la persona profesional o me volvería loca de dolor. Recuerdo experiencias pero ya no recuerdo caras, ya no recuerdo las manos que tomé, las palabras de aliento que di así como tampoco recuerdo los ojos velados y las pieles cetrinas de los miles que murieron. Recuerdo el calor, el sudor resbalando por mi rostro, los kilos perdidos, la piel lastimada pero espero poder olvidar la guardia que nos obligaron a trabajar entre cadáveres porque no había personal en mortuorio, o espacio suficiente para almacenar tantos cuerpos. También espero olvidarlos a ellos, a los que les pedía perdón antes de pasar frente a su cuerpo para seguir haciendo mi trabajo. A los que antes de cerrar la mortaja les decía “buen viaje” y a aquellos más que tuve que decir “perdón por no tener más que ofrecer”.

Porque, como es entendible, en una situación que requirió tanto en tan poco tiempo, pronto nos quedamos sin muchísimos insumos.  A nadie le deseo una secuencia de intubación rápida sin sedantes o relajantes. La falta de analgesia. Aquel  día que, por falta de mantenimiento, nos falló el suministro de oxigeno. Las miles de veces que no hubo bombas de infusión suficientes. La oleada de gente siendo atendida en sillas porque no alcanzaron las camas. Perdón por no tener más.

Y luego llegaba el momento de irse. Las filas interminables de personal esperando a quitarse todo de forma adecuada, a proceder al baño (sin puerta, tapado apenas con una sabana y de agua fría). En algunos hospitales al salir les daban electrolitos, a nosotros a veces nos daban agua y quizá algo mas si una asociación había hecho donaciones. Y entonces empezaba la otra segregación: El personal sacándonos la vuelta por “contaminados”, las personas fuera del hospital viéndonos feo, incluso algunos atacando a otros con cloro… pero nosotros luchamos por esa oportunidad laboral, y como nos dijo alguna vez una jefa de piso “no queda más que apechugar”.

Llegar a casa con los miles de protocolos que todos montamos: bañarnos fuera, dejar la ropa directo en la lavadora, no abrazar a nadie hasta que no hubiera peligro. Jamás imagine como privilegio el vivir sola hasta que me di cuenta que no podía contagiar a nadie, que no tendría esa culpa. Segregarnos y ver a nuestros seres queridos por formas virtuales, ni siquiera tener la distracción de ir al mercado por evitar exponer a alguien mas. El encierro posterior al encierro.

Esas noches (o en mi caso días) después de trabajar, el cuerpo estaba cansado, maltratado, deshidratado. La mente llena de imágenes dignas de un filme gore. Sentirse cansado e igual no poder dormir. Oír aun bombas pitando, ventiladores, respiraciones disneicas. No poder relajarse. La taquicardia, las manos sudando, los nervios. Debutar con ansiedad. Y en un abrir y cerrar de ojos es nuevamente hora de trabajar. ¿Me da gusto ir a trabajar y abandonar mi soledad o me pesa porque se que veré gente morir?

Y es que en esos días seguramente me hice acreedora a un master en amortajar.

Ahora, tres olas y una vacuna llena de esperanza después, quedan las consecuencias. El personal cansado, el personal deprimido, el personal despedido. Aquellos a quienes el hospital nos dijo adiós y aun mas difícil aquellos a quienes les dijimos adiós del mundo. Las faltas en las mesas, los guerreros caídos. Queda un rezago en la atención hospitalaria sin precedentes. Nuevo conocimiento, también, ¿pero a que costo? Queda la ansiedad, el recuerdo, el trauma. “Quedaron locos”, nos dijeron hace poco con sorna. Y si, ¿quién no quedaría loco después de algo así? ¿Quién no debió estar loco desde un principio para aceptar estar ahí?

Después de ser desechable. Después de darlo todo y que ahora se nos diga “gracias, nos vemos a la próxima”. Después de las promesas que evidentemente no tenían sustento. Después de que nos dicen “ustedes ya sabían a lo que se atenían”… pues perdón por aventarme a hacer el trabajo que nadie mas quiso, por hacer lo que pocos. Así se siente ser un olvidado, un rezagado, un outsider.

Se rumora un nuevo despunte. A Dios le pedimos que no. Y si hubiera otra pandemia, y si nos necesitaran nuevamente, y si…

Pero no.

Por hoy no. 

domingo, 27 de octubre de 2019

Match


Hoy hiciste match.

Cuando decidimos que era lógico encontrar el amor al alcance de un click, nos emocionamos más por la idea de la búsqueda que por realmente el resultado. Basta con introducir unos cuantos datos, alguna foto donde no salgas tan mal, ser más o menos gracioso y obtener una cita.

La espiral que viene después es tan igual siempre que hasta parece redundante describirlo: La primera vez que se ven, las mariposas bailando en el estómago, el secreto miedo de que sea un criminal (saca órganos, viola personas, asesino de perritos…), encontrarse, hacer un check list mental (si es alto, si es moreno, si es gracioso, si es un humano), tener un encuentro ciertamente incomodo donde existirán las típicas preguntas (¿qué música escuchas? ¿te gusta tu trabajo? ¿cuál es tu comida favorita?) y si no te cae tan mal, terminar la cita temprano. ¿Está bien besarse después de un primer encuentro?

Al llegar a casa sabes que te escribirá un whatsapp: “La pase muy bien hoy”. Escribes y borras miles de millones de mensajes, para terminar contentándote con un “yo también”. Quedan para una segunda ocasión y se repite la rutina con la diferencia de que ahora estas plenamente segura de que no es un catfish. El dude se esfuerza en ser simpático, te hace reír unas cuantas veces, dice que le gusta platicar contigo. “No eres igual a las demás”, “eres muy divertida”, “eres madura para tu edad”… y apenas Dios sabe cuánto te esfuerzas por creerle.

Después de la tercera cita te parece normal pensar en un encuentro físico y le invitas a pasar a tu casa. Se siente tan extraño no saber por dónde empezar… ¿no debería ser el acto más natural entre dos humanos? Su forma torpe de conocerte, de descubrir tus secretos, de acariciar por primera vez tu piel. Los nervios no dejan que sea completamente bueno pero tampoco es tú peor.

Y ahí empiezas a caminar en una línea fina y delgada. ¿Cómo se supone que etiquete esto? ¿Soy su novia? No lo pidió. ¿Soy su amiga? Empezamos en citas. ¿Qué soy?... y no te atreves a preguntar, para no tener un momento incomodo más. Simplemente decides que dejarás que la vida decida.

Pero la vida no decide. Te hundiste en una zona de confort… ya diste tu cuerpo y no obtuviste el compromiso. Por dentro no puedes evitar sentirte mal porque te comparas con tus amigas, quienes tienen relaciones tradicionales, preciosas, publicables.  ¿Qué tienes tú en comparación? El poco tiempo que una persona decide donarte cada tres días, breves besos en la mejilla al despedirse, quizá un follow en instagram.

No es suficiente. ¿O es que tú no eres suficiente? ¿Por qué no quiere iniciar un compromiso contigo? ¿Quizá debes retirarte? ¿Es momento de pulir la ya olvidada dignidad que tenías y decir “gracias, pero ya no te necesito”? ¿Quién proveerá ahora todos los besos que él te da? ¿Tienes que volver a empezar todo el sistema de encontrar a alguien, salir, intentar por todos los medios que te caiga bien?
Lo dejas ser.

Hasta que un domingo insomne piensas que a lo mejor le haces un favor dejándolo ir. No puedes evitar pensar de forma ansiosa en cómo se dará esa conversación, en que tan complicado será para ti decirlo sin llorar, en cuál será su respuesta.

No te preocupes, pequeña, él te dejará ir sin ningún problema porque en el fondo de su ser sabe que no te quiere y lo sabes tú también.

¿Cuándo nos volvimos tan desechables?

Entonces das al match otra vez y…

jueves, 5 de septiembre de 2019

Diez años


Hoy son diez años.

Jamás podré olvidar esa noche, el dolor la grabó a fuego lento en mi piel y las lágrimas en mi rostro.

Desperté súbitamente, como si supiera que estaba pasando. Comencé a bajar las escaleras pero la enfermera venía hacia mí. “No bajes” me dijo, y me llevo de regreso a la cama. Me contó con la poca calma que le quedaba lo que había pasado y aunque recuerdo el rostro húmedo, lo que viene a mi realmente es la memoria táctil de abandonar mi lugar y empezar a bajar, pidiendo a todas las deidades en mi fuero interno que fuera un sueño. No lo era.

¿Hay algo peor que ver a una madre llorar? Ella y mi hermano se tomaban de la mano mientras te contemplaban. Tus manos delgadas (son idénticas a las mías) entrelazadas sobre tu pecho, la ropa cómoda y holgada porque perdiste tanto peso, los ojos cerrados y una expresión tan pacífica. Me acerqué incrédula y mamá dijo “deberías darle un último abrazo”. ¿En qué escuela te preparan para ese momento? ¿Para decir adiós? ¿Para abrazar un cuerpo y prepararte para no volver a abrazarlo nunca más?  

Lo hice. Lo hice con el alma, con todo el amor que una niña puede albergar, con el dolor insoportable de no haber contemplado tus ojos, tu voz, tus gestos lo suficiente. ¿Cómo se puede soportar tanto  dolor, cómo un abrazo te puede destruir de esa manera?

Esperé sentada en el sillón que mamá usaba para dormir mientras te cuidaba por las noches y observé con ojos que estaban aquí pero no como decidían sobre funerarias, sobre entierros, sobre lugares.  Vi a detalle cómo se rompió el corazón de mi hermano menor al enterarse y como intentamos contener su dolor con un abrazo.  

Empezó a llegar gente y tanto nos abrazaron como intentaron que durmiéramos más. ¿De qué manera podría yo conciliar el sueño, si tenía el alma rota? Dios sabe que aún el día de hoy hay veces en que no puedo dormir pensando en ti. Los días de velar los recuerdo borrosos, entre miles de familiares y amigos intentando obligarnos a comer, a dormir, a funcionar. Gente que no sé de donde salió dispuesta a hacer café, a darnos la mano, a limpiarnos las lágrimas y mocos, a decirnos que ya no te dolía más, que estabas bien, que ahora estabas cerca a Dios. Un señor que estudió contigo me contó que estaban en el equipo de atletismo juntos y sentí el corazón cálido; me estaba regalando un pedazo de ti que yo no conocía.

Cuando llegó mi hermana me di cuenta de que podíamos empezar a realmente despedirnos de ti. Ver tu viva imagen en ella fue como un puñetazo en el estómago.  Después llegaron tus hermanos y le dieron sentido al odio que algunas veces todavía les tengo. Que personas tan ruin, tan desalmadas, tan todo lo que tú nunca fuiste. Con razón vivías lejos.  

Te enterramos en tu tierra natal, junto a tu mamá. No intentaré poner en palabras lo que ese día sentí, porque no conozco alguna que alcance a describir lo triste que me sentí a partir de ahí, lo terrible que te vean con ojos de lastima, lo fuerte que es tomar las manos de tus hermanos y mamá y darte cuenta que a partir de ahí están  juntos y solos.

Moriste un mes antes de que cumpliera quince años. Habías prometido llevarme a cenar, dijiste: “Tu y yo enana, es una cita”, pero no pudiste cumplirlo. Recuerdo los días previos en que pensaba que inevitablemente todo saldría bien porque no concebía una vida sin ti. Un día desperté en la noche, cuando tu caminabas por todos lados intentando alejar el dolor y te tomé la mano. Caminamos horas y después nos acostamos en mi cama a ver el amanecer. Me dijiste que de tus hijos, te preocupaba mi timidez, mi seriedad. Dijiste “se cómo piensas, porque yo pienso igual” y agradezco con el alma el que lo dijeras porque jamás lo habías dicho y yo sentía que estaba sola en esta jaula que tengo por mente.

Hoy me da terror saber que hay días en que no pienso en ti. Pensar en que tu voz se va desvaneciendo de mis recuerdos al igual que tu olor. Eso me gustaba, abrazarte y olerte. Me gustaba oírte decirme que me cortara el pelo, que me peinara. Me gustaba cuando me llevabas a la secundaria y a veces no decíamos nada en el trayecto, pero el simple hecho de oír música en la oscura tranquilidad me era suficiente. Amaba oírte cantar, llegar cantando, cantar mientras hacías otra cosa.  Eras una persona muy especial, muy inteligente, muy dedicada, muy responsable.  Uno de esos que ya no hay y eso sí que lo voy a recordar.

En tu periodo de enfermedad quisiera que supieras cuantas veces pedí que al menos no sufrieras dolor. A veces me gusta pensar que tú nos deseas lo mismo a nosotros. Que te recordemos con amor, con tranquilidad y sin dolor.

Ojala diez años después doliera menos pero este día vuelvo a ser una niña de catorce años y tú el papá que -enfermo de cáncer y sufriendo- se paró en mi graduación de secundaria solo a estar ahí para mí. Perdón por ser tan débil pero el amor nos hace vulnerables, papi.

Me toca recordarte y sentirme culpable de ni siquiera poder visitar tu tumba. Prenderte una velita y llevarte cosido al corazón todo el día. Comprar unas flores de supermercado en tu honor. Hacer esa búsqueda de google que me recuerda siempre que mi papá era un chingón. Y finalmente agradecerle a Dios por haberme regalado  casi quince años de vida a tu lado, por darme el material para contarle a mis sobrinos e hijos como era de divertido su abuelo, por darme estos genes serios pero con una capacidad infinita de amor, estas ansias,  esta piel morena, estas manos flacas, este cabello oscuro, esta responsabilidad, este corazón.

Es una década. No duele menos pero siempre te voy a amar más y más, hasta el fin de los tiempos.

Te quiere, tu enana.