Ella se ha decidido a hacer un intenso análisis de la
situación. Su mentecilla, inquieta por un inesperado día de descanso, comienza
nuevamente de inoportuna a preguntar cosas para las que no puede obtener
respuesta. Sin embargo y tras un suspiro (lleno de dificultad para respirar,
pues está enferma), y un hondo trago al vaso de agua azul que esta calurosa
noche le acompaña, dirige la mirada a la lista de reproducción que unos días
lleva amando y el delirio empieza.
Y decide que todo es culpa del odio, porque bien, es
humana y por ende odia un montón de cosas. Decide que odia al gobierno, y sobre
todo al presidente por haber “ganado” la elección gracias a un ridículo peinado.
Odia, también, a las televisoras que no hacen más que emitir un puñado de
mierda, de la más maloliente, si se me permite agregar. Odia la burocracia, que
hace todo tan tardado, y la corrupción, aunque es precisamente esta la que te
puede beneficiar cuando más lo necesitas. Odia las iglesias, profesando dar la
mano al más pobre y vistiendo a las vírgenes de oro, cuando creo yo que ellas preferirían
descansar desnudas en el corazón de quien las necesita. Odia, con mucho esfuerzo, las campañas
publicitarias que cada día son más ingeniosas y más descaradas; no conformes
con venderte sus productos, ahora te hacen venderlos a ti mismo (una marca
gigante de ropa en el pecho de tu playera, en el mejor de los casos). Odia la
música y el ama al mismo tiempo. Odia que la gente se empeñe en pensar mal
cosas de los demás, en juzgar, en envidiar, y nunca de los nuncas en ayudar.
Odia que el mundo observe todo con lentes blancos o negros y nunca gris. Odia
ver como las buenas intenciones van mutando hasta perderse en algún lugar
perdido (¿el triángulo de las bermudas, quizá?). Y odia tantas cosas más…
Como a sí misma. Porque acepto tantas cosas sin
pensarlas, porque decidió tanto cuando no había nada que decidir, cuando su
mente estaba tan confundida con la promesa de un mejor mañana que olvido que lo
realmente preocupante era el hoy. Y se odia con razón, porque sabe que hay
gente que sufre hambre y frio, miles quizá… y no le preocupan. Ya no, porque
acepto que aunque deje de hacer lo que hace, no ayudara en nada. Porque decide
que lo único que cambia al mundo es la acción y ella se siente tan pasiva… y
luego ríe al saber lo mal que sonó eso. Porque se nos exige una constante
competencia, y ella no quiere ser más que los demás, sino más que lo que fue
ella misma ayer. Medita lo cansada que esta de no sentir nada de lo que se
promete, del cariño, de la amistad, del mito que es el amor, de ni siquiera
procesar tristeza ya, aunque la depresión sea el vicio al que más recurría (y
el más peligroso). Suspira con pesar al aceptar lo mucho que se ha perdido, la
locura que la caracterizaba, la sonrisa siempre bailante en los labios, el
tomar todo con ligereza, el que le volaran los dedos sobre el teclado con una
nueva idea, el disfrutar de los sencillos placeres que la vida ofrece (el vapor exhalado de la boca tras una fría
tarde, que duela el estómago de reírse, esa conocida sensación de vértigo ante
el peligro), y lo mucho que se adentró en el mundo adulto, el que te dice cómo
vestir y peinar, el que te grita que debes estudiar y ser alguien, buscar cómo
ganarte el mundo (aunque no quieras un estúpido mundo), el que te impide
manejar a Dios sabrá donde porque la gasolina es más cara, el que te doblega a
llorarle al dinero y vender la idea de tu “feliz vida” en una red social. Está
hundida en esa mierda.
Pero ella abrió los ojos. Y sabe que es difícil, que
necesita lo contrario al odio, pero se va a encontrar y lo va a encontrar, yo
lo sé.
Y también sé que va a dejar de escribir esto, porque ella
está cansada de escribir de sí misma en tercera persona.