miércoles, 10 de septiembre de 2014

Tercera persona

Ella se ha decidido a hacer un intenso análisis de la situación. Su mentecilla, inquieta por un inesperado día de descanso, comienza nuevamente de inoportuna a preguntar cosas para las que no puede obtener respuesta. Sin embargo y tras un suspiro (lleno de dificultad para respirar, pues está enferma), y un hondo trago al vaso de agua azul que esta calurosa noche le acompaña, dirige la mirada a la lista de reproducción que unos días lleva amando y el delirio empieza.
Y decide que todo es culpa del odio, porque bien, es humana y por ende odia un montón de cosas. Decide que odia al gobierno, y sobre todo al presidente por haber “ganado” la elección gracias a un ridículo peinado. Odia, también, a las televisoras que no hacen más que emitir un puñado de mierda, de la más maloliente, si se me permite agregar. Odia la burocracia, que hace todo tan tardado, y la corrupción, aunque es precisamente esta la que te puede beneficiar cuando más lo necesitas. Odia las iglesias, profesando dar la mano al más pobre y vistiendo a las vírgenes de oro, cuando creo yo que ellas preferirían descansar desnudas en el corazón de quien las necesita.  Odia, con mucho esfuerzo, las campañas publicitarias que cada día son más ingeniosas y más descaradas; no conformes con venderte sus productos, ahora te hacen venderlos a ti mismo (una marca gigante de ropa en el pecho de tu playera, en el mejor de los casos). Odia la música y el ama al mismo tiempo. Odia que la gente se empeñe en pensar mal cosas de los demás, en juzgar, en envidiar, y nunca de los nuncas en ayudar. Odia que el mundo observe todo con lentes blancos o negros y nunca gris. Odia ver como las buenas intenciones van mutando hasta perderse en algún lugar perdido (¿el triángulo de las bermudas, quizá?).  Y odia tantas cosas más…
Como a sí misma. Porque acepto tantas cosas sin pensarlas, porque decidió tanto cuando no había nada que decidir, cuando su mente estaba tan confundida con la promesa de un mejor mañana que olvido que lo realmente preocupante era el hoy. Y se odia con razón, porque sabe que hay gente que sufre hambre y frio, miles quizá… y no le preocupan. Ya no, porque acepto que aunque deje de hacer lo que hace, no ayudara en nada. Porque decide que lo único que cambia al mundo es la acción y ella se siente tan pasiva… y luego ríe al saber lo mal que sonó eso. Porque se nos exige una constante competencia, y ella no quiere ser más que los demás, sino más que lo que fue ella misma ayer. Medita lo cansada que esta de no sentir nada de lo que se promete, del cariño, de la amistad, del mito que es el amor, de ni siquiera procesar tristeza ya, aunque la depresión sea el vicio al que más recurría (y el más peligroso). Suspira con pesar al aceptar lo mucho que se ha perdido, la locura que la caracterizaba, la sonrisa siempre bailante en los labios, el tomar todo con ligereza, el que le volaran los dedos sobre el teclado con una nueva idea, el disfrutar de los sencillos placeres que la vida  ofrece (el vapor exhalado de la boca tras una fría tarde, que duela el estómago de reírse, esa conocida sensación de vértigo ante el peligro), y lo mucho que se adentró en el mundo adulto, el que te dice cómo vestir y peinar, el que te grita que debes estudiar y ser alguien, buscar cómo ganarte el mundo (aunque no quieras un estúpido mundo), el que te impide manejar a Dios sabrá donde porque la gasolina es más cara, el que te doblega a llorarle al dinero y vender la idea de tu “feliz vida” en una red social. Está hundida en esa mierda.
Pero ella abrió los ojos. Y sabe que es difícil, que necesita lo contrario al odio, pero se va a encontrar y lo va a encontrar, yo lo sé.
Y también sé que va a dejar de escribir esto, porque ella está cansada de escribir de sí misma en tercera persona.