Nubes grises se arremolinan en el cielo formando el paisaje
más desolador en años; pequeñísimas gotas de agua fría se estrellan contra mí
al tiempo que atravieso apresuradamente el pequeño camino de pavimento que me
ha de llevar a mi destino. Estoy plenamente consciente del delicado reloj plateado
que cuelga de mi muñeca izquierda, haciendo “tic toc” conforme avanzo pero no
me atrevo a echarle un vistazo; si llego tarde, será muestra del destino, como
en aquella nuestra primera cita.
Al llegar a recepción me hacen pasar a donde tú te
encuentras. Notó los ventanales de cristal grueso que nos rodean y tomo asiento frente a ti. Tú, tan
imponente, tan enorme como te recordaba, con esa mirada de limpio azul que
parece extenderse en todas direcciones mientras yo me quedo ahí, sentada, estúpida
frente a tu grandeza. El cabello dorado
salta en todas direcciones (no me sorprende, pues bien sé que tú lo despeinas
cuando te desesperas) y las palmas de tus manos chocan repetidamente contra los
muslos, en un gesto ansioso.
Hola, soy yo.
Llevo muchísimo tiempo preguntándome si quizá esta sería una
buena idea. Si tendría alguna lógica escondida el que yo viniese a ti e
intentara aclarar todo. El sí sería bueno para ti, para ambos.
Han pasado miles de días desde la última vez que nos vimos.
En esa última ocasión ambos perdimos los estribos y dijimos cosas que no queríamos
decir. Nos herimos como solo alguien que ama puede herir. Hoy y al mirar atrás no estoy segura de haber
cicatrizado pero si contenta de siquiera estarlo intentando. Si pudiera
ahorrarte todo ese sufrimiento…
Sueltas una sonrisa que muestra todos los dientes y diriges
tu atención a la ventana, la mirada desenfocada, el aire ausente. No estoy
segura de si en algún momento te mencioné que amo tu perfil: la nariz recta, la
mandíbula fuerte, los labios delgados. Desisto de llamar tu atención… creo que
prefiero admirarte.
Hola, ¿puedes oírme?
Ayer, mientras meditaba en la bañera de lo que en algún punto
fue nuestro departamento me di cuenta de que el tiempo había obrado tal efecto
en mí que tenía que hacer un esfuerzo verdaderamente hercúleo para recordar tu
voz; hoy, en esta silla de madera frente a ti, me doy cuenta que será más el
esfuerzo para olvidar tu aroma: ¿Cómo haces para oler siempre a vainilla?
Siento que todo podría volver a ser lo que fue. Que
nuevamente tomaras mi mano y harás el café por las mañanas. Que en las noches
podré enredar mis piernas a las tuyas y robar tu calor. Que la soledad de
tonalidad gris que se ha instalado de manera permanente en mi alma se esfumara mágicamente
ante el toque de tus labios. Pero entonces recuerdo nuevamente el fatídico día
en que toda esa vida construida se derrumbó a nuestros pies y me dejo volar en
pensamientos distintos; quizá en una realidad alterna pudo haber funcionado.
Recuerdo que hice el camino hasta aquí con la sólida intención
de gritarte. ¡Estaba tan molesta…! ¡Todo esto es tú culpa! ¡Tú hiciste pedazos el
mítico lazo rojo! ¡Tú me llevaste contigo!... pero apenas te vi, apenas
descubrí esos brazos antes fuertes, ahora delgados, la palidez de tu piel, los
purpuras círculos bajo tus ojos…
Hola, desde afuera.
Sé que debí venir antes. Ignoro si me necesitas, pero sé que yo si lo
hago. Es una experiencia abrumadora el tenerte aquí, frente a mí y no saber que
sentir. Lo único que cruza por mi cabeza es que siento mucho habernos roto el
corazón, aun cuando esa frase no comprende los alcances de la experiencia que
sufrimos. Pero no importa ya…
Siento tanto estar hablando de mí. ¿Cómo estas, cielo? Veo
que llevas un corte en la barbilla. ¿Quién te ha afeitado? Acerco una de mis manos a la tuya y me miras,
directo, curioso. Desisto en el intento y conforme mi mano regresa a su lugar también
lo hace la realidad.
Volteo hacia el ventanal y asiento; acto seguido entran dos
enfermeros, quienes amablemente te sujetan por los brazos y te conducen a tu
habitación. En ese momento aprovecho
para regresar al camino de pavimento que me trajo hasta ti hace un rato.
Antes de irme volteo a ver el gris edificio que se alza débilmente
contra la luz del atardecer; el cartel que reza “Hospital Psiquiátrico” se
encuentra descolorido e impresionantemente deprimente. Susurro un último “hola”,
me desabrocho aquel reloj y termino por abandonarle en ese frió lugar, junto a
ti.