martes, 8 de diciembre de 2015

Hola

  Nubes grises se arremolinan en el cielo formando el paisaje más desolador en años; pequeñísimas gotas de agua fría se estrellan contra mí al tiempo que atravieso apresuradamente el pequeño camino de pavimento que me ha de llevar a mi destino. Estoy plenamente consciente del delicado reloj plateado que cuelga de mi muñeca izquierda, haciendo “tic toc” conforme avanzo pero no me atrevo a echarle un vistazo; si llego tarde, será muestra del destino, como en aquella nuestra primera cita.

  Al llegar a recepción me hacen pasar a donde tú te encuentras. Notó los ventanales de cristal grueso que nos rodean  y tomo asiento frente a ti. Tú, tan imponente, tan enorme como te recordaba, con esa mirada de limpio azul que parece extenderse en todas direcciones mientras yo me quedo ahí, sentada, estúpida frente a tu grandeza.  El cabello dorado salta en todas direcciones (no me sorprende, pues bien sé que tú lo despeinas cuando te desesperas) y las palmas de tus manos chocan repetidamente contra los muslos, en un gesto ansioso.

Hola, soy yo.

  Llevo muchísimo tiempo preguntándome si quizá esta sería una buena idea. Si tendría alguna lógica escondida el que yo viniese a ti e intentara aclarar todo. El sí sería bueno para ti, para ambos.  

  Han pasado miles de días desde la última vez que nos vimos. En esa última ocasión ambos perdimos los estribos y dijimos cosas que no queríamos decir. Nos herimos como solo alguien que ama puede herir.  Hoy y al mirar atrás no estoy segura de haber cicatrizado pero si contenta de siquiera estarlo intentando. Si pudiera ahorrarte todo ese sufrimiento…

  Sueltas una sonrisa que muestra todos los dientes y diriges tu atención a la ventana, la mirada desenfocada, el aire ausente. No estoy segura de si en algún momento te mencioné que amo tu perfil: la nariz recta, la mandíbula fuerte, los labios delgados.  Desisto de llamar tu atención… creo que prefiero admirarte.

Hola, ¿puedes oírme?

  Ayer, mientras meditaba en la bañera de lo que en algún punto fue nuestro departamento me di cuenta de que el tiempo había obrado tal efecto en mí que tenía que hacer un esfuerzo verdaderamente hercúleo para recordar tu voz; hoy, en esta silla de madera frente a ti, me doy cuenta que será más el esfuerzo para olvidar tu aroma: ¿Cómo haces para oler siempre a vainilla?

  Siento que todo podría volver a ser lo que fue. Que nuevamente tomaras mi mano y harás el café por las mañanas. Que en las noches podré enredar mis piernas a las tuyas y robar tu calor. Que la soledad de tonalidad gris que se ha instalado de manera permanente en mi alma se esfumara mágicamente ante el toque de tus labios. Pero entonces recuerdo nuevamente el fatídico día en que toda esa vida construida se derrumbó a nuestros pies y me dejo volar en pensamientos distintos; quizá en una realidad alterna pudo haber funcionado.
Recuerdo que hice el camino hasta aquí con la sólida intención de gritarte. ¡Estaba tan molesta…! ¡Todo esto es tú culpa! ¡Tú hiciste pedazos el mítico lazo rojo! ¡Tú me llevaste contigo!... pero apenas te vi, apenas descubrí esos brazos antes fuertes, ahora delgados, la palidez de tu piel, los purpuras círculos bajo tus ojos…

Hola, desde afuera. 

  Sé que debí venir antes.  Ignoro si me necesitas, pero sé que yo si lo hago. Es una experiencia abrumadora el tenerte aquí, frente a mí y no saber que sentir. Lo único que cruza por mi cabeza es que siento mucho habernos roto el corazón, aun cuando esa frase no comprende los alcances de la experiencia que sufrimos.  Pero no importa ya…

  Siento tanto estar hablando de mí. ¿Cómo estas, cielo? Veo que llevas un corte en la barbilla. ¿Quién te ha afeitado?  Acerco una de mis manos a la tuya y me miras, directo, curioso. Desisto en el intento y conforme mi mano regresa a su lugar también lo hace la realidad.

  Volteo hacia el ventanal y asiento; acto seguido entran dos enfermeros, quienes amablemente te sujetan por los brazos y te conducen a tu habitación.  En ese momento aprovecho para regresar al camino de pavimento que me trajo hasta ti hace un rato.


  Antes de irme volteo a ver el gris edificio que se alza débilmente contra la luz del atardecer; el cartel que reza “Hospital Psiquiátrico” se encuentra descolorido e impresionantemente deprimente. Susurro un último “hola”, me desabrocho aquel reloj y termino por abandonarle en ese frió lugar, junto a ti.