lunes, 17 de abril de 2017

Siete años (que es lo mismo que un siglo)

Siete años atrás y aún siento que estoy hablando de ayer; el nudo en la garganta es idéntico al de ese momento y el terror nocturno cuando sonó el teléfono confirmando la triste noticia.

Este año en particular me esforcé en dejar la fecha pasar: Verla desde mi silla caminar frente a mis ojos al tiempo que arrancaba una hoja al calendario y decía “adiós, cuatro de marzo”.  Aceptación, dicen, pero de repente comienzas a acosarme en sueños, esa mirada tan ruda con la que decías todo lo que en palabras guardabas, el gesto con la nariz apenas fruncida de cuando esperabas y un golpeteo constante al ritmo de tu pestañeo.

Y es que entre más lo pienso, mas pinches te extraño.

Evoco tantos recuerdos, como aquella vez que nos conocimos y nos odiamos casi de inmediato, esos días idílicos de verano y la vez que desapareciste una temporada sin decir apenas nada. Aquel día de lluvia tenue en que firmamos el acuerdo de paz y con apenas un apretoncito de manos decidimos ser amigos y un poco más.

La vida pasa, decías. Lo dijiste cuando se fue tu hermana, lo repetiste cuando fue el turno de tu abuela y una vez más cuando me tocó decir adiós a mi papá. Era un pequeño mantra de auto consuelo que –como una vez me explicaste- también podía significar muchas otras cosas como “la cagué” o “fue mi culpa”. Es solo que simplemente no podía creer que me tocará decirlo a mi cuando te vi después de tiempo vistiendo tus huesos con apenas piel, las ojeras ocupando tu ser y esa palidez espectral. Me quedé en silencio, asimilando lo que me habías ocultado y sonreíste culpable solo para decir esa frase “La vida pasa” y en mi interior yo sabía que me decías “ya me chingué”.

Ahora, siendo un “adulto”, me senté con tu papá a platicar, pero cambiamos el café por una cerveza. Sus ojos siempre se hunden en nostalgia cuando nos ve (a tu hermano y a mi) como preguntándose si es que ahora tú te verías “tan grande” como nosotros. Su voz enrroquecida narra historias sobre ti mientras las manos pasean por el cabello cano prematuro. Intento imaginar cómo sería si tú te encontraras con nosotros: Seguiría siendo un hobbit a tu lado porque no crecí más, te gustaría mi cabello largo, criticarías los kilos que me faltan. ¿Te gustaría lo que ahora soy? ¿Te sentirías orgulloso?

Sé que podría ser mejor, pero…

… la vida pasa y no perdona, si debo admitir. Seguimos creciendo y seguimos en este viaje, para ti ahora eterno. A pesar de mis intentos, jamás pude detener el tiempo y tuve que aceptar que ya no estaría el chico que, extrañamente, prefería a George Harrison sobre los demás Beatles. Intenté dejarte ir y apenas Dios sabe el esfuerzo inhumano que fue incluso recorrer el país esperando convertirte en recuerdo, como si se tratase de algo tan simple como el toque de una varita mágica. Pero no pude, estabas atando a mí como la sombra de Peter Pan.

Y aquí estoy hoy. Escuchando una lista de reproducción con la mayor cantidad de canciones que me dejaste y pude recordar (Spotify nos hubiera hecho tan simple la vida…), escribiendo esto como si no tuviera cosas que hacer mañana o pasado o en esta semana o en este mes. Dándome un momento para dibujar en mi mente tu sonrisa y la forma tan exacta en que tus dos manos era la medida exacta de mi cintura.

Me han intentado consolar diciéndome que estas con el grande, el mero mero, el dueño del más allá, pero no, yo se la verdad: Día con día nos acompañas y nos guías y sé que llegará el momento de reunirnos otra vez.  Y entonces no diremos ese feo mantra, sino más bien “la muerte pasa” y estará bien porque eso significará que no hay necesidad de separarnos nunca más ni de jodernos y hundirnos en auto-consuelo.

Seremos tu y yo –ahora si- hasta el puto final.