lunes, 23 de julio de 2018

Crudo


La culpa es mía. Es mía porque yo pensé que podría funcionar. Porque un día conocí tu sonrisa y todo parecía ir viento en popa.

Porque te creí. Creí lo que decían tus ojos y lo que tus brazos le contaban a los míos y la verdad es que a veces todavía lo creo. Me acuerdo de aquellos días en que con ojos risueños me decías que me quedara a dormir y yo huía; ahora pienso que quizá mi sentido de auto preservación está altamente desarrollado, pues si hubiera dormido contigo una sola vez esta épica historia de olvido estaría destinada al imposibilismo.

La culpa es mía, porque pensaba en ti con las canciones que te dignabas a enseñarme. ¿Por qué de repente el soundtrack de watchmen me hace llorar? Arruinaste tantas cosas para mí. Ahora cada que me pongo mi pijama de Star Wars –esa que dijiste que era sexy- ni siquiera puedo verme al espejo. Cuando veo algún auto como el tuyo se me encoge el corazón acordándome de las miles de veces  en que fuimos al cine y con la tranquilidad de quien reconoce el terreno como suyo acariciabas mis piernas (“Me encanta que siempre uses vestidos”).

La culpa es mía porque debí huir cuando tuve oportunidad. Esa vez en que, mientras veíamos videos en tu teléfono, te llegó el mensaje de alguna otra chica (¿Si funcionó con Blanca?) o aquella otra en que me contabas tus planes del futuro (Terminar el servicio social, irse a otra ciudad, tener ahora si una relación “seria”).  Todo eran banderas rojas y yo me fingí daltónica.

La culpa es mía porque te deje verme herida, desecha, llorar, te conté lo que hacía mi alma desangrar y porque a veces me sentía una herida andante y lo entendiste y me consolaste. Me hiciste creer que te importaba, que bueno eres fingiendo.

Por último la culpa es mía porque cuando te conocí me prometí que en cuanto desarrollara alguna especie de sentimiento me alejaría y no lo hice. Me fallé. Me abandoné. Me puse en segundo lugar y a ti primero. Si decías blanco yo estaría de acuerdo aunque mi corazón sintiera negro.  Porque te reías, porque me humillaste, porque jugaste conmigo y a sabiendas yo decidí quedarme. Lograste que me odiara cuando yo ya me amaba y aceptaba. Lograste que ahogara sollozos en la almohada cada noche por tanto tiempo…

Lograste que este aquí, como idiota, escribiéndote cuando jamás me leerás. Que este aquí, pensando en ti. Que camine por la vida como zombie intentando hacer mi vida normal y de repente, al calentar la comida en el micro o ponerme los zapatos, me acuerde de ti y una punzada de quien sabe que chingados me atraviese.

Debería ser mi culpa odiarte y no puedo.

jueves, 22 de febrero de 2018

Ansiedad


El verdadero proceso de sentir amor comenzó en la ruptura. Justo cuando de su boca salía que todo había llegado a su fin –en ese preciso momento- la vida me iluminó y descubrí que realmente había logrado desarrollar sentimientos.

Intenté convencerme mucho tiempo de que era el sentimiento de perdedor, que al verme sin ti, simplemente te quería de vuelta para demostrarme a mí misma que había “ganado”.  La cosa es que han pasado meses y de repente te sigo extrañando.

¿Te acuerdas que una vez vimos una película malísima, que ambos odiamos? El otro día al hacer zapping en la tele salió un comercial de ella y todo vino con lujo de detalles hacia mí: Tu lunar arriba del ombligo, como me hiciste reír, besar tu codo porque estaba segura de que nadie más lo había besado y convertirlo en “mío”, comer tanto y tan mal, tus manos paseando por mi cabello e incluso el olor de tu jabón corporal.  Regresé en el tiempo a esos días en los que simplemente nos acostábamos a oír música y platicar del trabajo, del estrés, de tu gastritis y mi lumbalgia, de las personas que ese día te habían saludado y las que a mí me habían hecho reír. “Tú siempre ríes” declarabas maravillado mientras tus ojos veían a conciencia como se erizaba mi piel.

Y sin embargo cuando llegaba a casa todo eso se desvanecía y los pensamientos que habías hecho surgir se borraban con una facilidad que me asustaba. De repente era otra vez ese manojo de ansias, de manías, de melancolía mal difuminada y siempre azul. Ponía la cabeza en la almohada y ya no pasabas por mi mente sino más bien estaban todos esos ejercicios  de contar cosas, de imaginarme en praderas y en ellos jamás estabas junto a mí.

¿Por qué, entonces, es tan doloroso saberte lejos? ¿Por qué siento que fallé al no saberte querer? ¿Al estar tan encerrada en mí, en mi desastre, y jamás apreciar lo que fuiste, lo que eres? La sonrisa de oreja a oreja al oír mis problemas y aquellas formas tan simples de intentar hacerme sentir mejor. Aquel día que -sin decirte nada y sin tu saber- llegaste a mi casa sin avisar tan contento a robarme un beso porque “todos merecemos un beso hoy”. “Pero todos los días son hoy” contesté y tú solo te reíste y ahora sé que lo hacías previniendo la ausencia de tan preciado gesto.

A veces pienso en pedirte que vuelvas y jurarte que voy a cambiar pero mi conciencia lo impide. No puedo deshacerme de mi forma de pensar. No puedo evitar, al final de la noche, dejarte e ir a mi cama a dormir pues compartir la tuya me provocaba taquicardia. No puedo hacer que mis manos dejen de sudar frío cuando en un arranque te decides a tomarlas. No puedo dejar de aterrorizarme cuando hablas de “por siempres” y “seriedad”. ¿Qué ofrezco sino un manojo de ironía, de crueldad sin pensar, de maldad? 

Y supongo que me conformaré con saberte feliz. ¿Lo eres? No lo sé. ¿Te hace feliz estar solo, como llenas el tiempo? ¿Te ha gustado que venga tu madre a verte? ¿Por qué vino? ¿Está todo bien? ¿Te gustó el telescopio que mandé? ¿Cuándo tomas té aun piensas en mí?


Perdón. Por todo. Ya no escribiré sobre ti.