19/ septiembre / 2013'
Para mi hijo
Veo tus orbes oscuros y me doy cuenta de que ya no hay
salida; me he lanzado a un pozo sin fondo y todo aquello que alguna vez tuvo
sentido hoy lo pierde en tu presencia.
Extravío el control de mis propios pensamientos que de
repente parecen ser comandados por tu sonrisa sincera y constante; tengo miedo,
me admito, de conocer la historia que hay detrás de ella.
Reconozco los grandes muros construidos a tu alrededor y
sufro, porque sé que son iguales a los míos y quizá un poco más altos. Sé que
tu vida no ha sido fácil, que has sufrido y has sido obligado a crecer rápido en
virtud de las circunstancias.
Mi corazón da un vuelco cuando percibo la elegancia de tus
movimientos, aquellos que haces de manera tan natural y desenfadada. Es
apreciar un arte el simple hecho de verte ahí, sentado, fumando un cigarrillo
mientras me señalas con agrado las constelaciones que se forman frente a
nuestros ojos.
Suspiro y abres un libro. Una hoja se convierte en un
capitulo, y me explicas con paciencia infinita lo que lees. Yo me siento mal,
torpe y sé que tu intelecto rebasa con creces al mío. Que vamos y vivimos
niveles diferentes.
Sugiero hablar de otra cosa solo para deshacerme de tan fea sensación
y es cuando la mencionas a ella. Siento como esos muros de los que te hable
antes se derrumban, caen orquestados en una sola gran explosión. Y vuelves a sonreír,
franco, y tus muros siguen ahí intactos.
Me siento triste por un segundo, y es entonces cuando lo
notó. Notó esa energía que emanas, esa felicidad, esa paz. Me doy cuenta de lo
pleno que eres, y ya no me importa lo guapo, lo extraño, lo inteligente que
puedas resultarme, porque todo muta y se conjunta en una sola cosa: Eres
perfecto, eres como un ángel.
Alzó la vista nuevamente hasta tus ojos (¿Cuándo creciste
tanto?), y corro el flequillo de cabellos oscuros de tu cara. Te abrazó con
fuerza y sorprendido me estrechas entre tus brazos.
-Se feliz, hijo mío.
-Gracias mamá-respondes.
Veo tus orbes oscuros y me doy cuenta de que ya no hay
salida; me he lanzado a un pozo sin fondo y todo aquello que alguna vez tuvo
sentido hoy lo pierde en tu presencia.
Extravío el control de mis propios pensamientos que de
repente parecen ser comandados por tu sonrisa sincera y constante; tengo miedo,
me admito, de conocer la historia que hay detrás de ella.
Reconozco los grandes muros construidos a tu alrededor y
sufro, porque sé que son iguales a los míos y quizá un poco más altos. Sé que
tu vida no ha sido fácil, que has sufrido y has sido obligado a crecer rápido en
virtud de las circunstancias.
Mi corazón da un vuelco cuando percibo la elegancia de tus
movimientos, aquellos que haces de manera tan natural y desenfadada. Es
apreciar un arte el simple hecho de verte ahí, sentado, fumando un cigarrillo
mientras me señalas con agrado las constelaciones que se forman frente a
nuestros ojos.
Suspiro y abres un libro. Una hoja se convierte en un
capitulo, y me explicas con paciencia infinita lo que lees. Yo me siento mal,
torpe y sé que tu intelecto rebasa con creces al mío. Que vamos y vivimos
niveles diferentes.
Sugiero hablar de otra cosa solo para deshacerme de tan fea sensación
y es cuando la mencionas a ella. Siento como esos muros de los que te hable
antes se derrumban, caen orquestados en una sola gran explosión. Y vuelves a sonreír,
franco, y tus muros siguen ahí intactos.
Me siento triste por un segundo, y es entonces cuando lo
notó. Notó esa energía que emanas, esa felicidad, esa paz. Me doy cuenta de lo
pleno que eres, y ya no me importa lo guapo, lo extraño, lo inteligente que
puedas resultarme, porque todo muta y se conjunta en una sola cosa: Eres
perfecto, eres como un ángel.
Alzó la vista nuevamente hasta tus ojos (¿Cuándo creciste
tanto?), y corro el flequillo de cabellos oscuros de tu cara. Te abrazó con
fuerza y sorprendido me estrechas entre tus brazos.
-Se feliz, hijo mío.
-Gracias mamá-respondes.