Hoy son diez años.
Jamás podré olvidar esa noche, el dolor la grabó a fuego
lento en mi piel y las lágrimas en mi rostro.
Desperté súbitamente, como si supiera que estaba pasando.
Comencé a bajar las escaleras pero la enfermera venía hacia mí. “No bajes” me
dijo, y me llevo de regreso a la cama. Me contó con la poca calma que le
quedaba lo que había pasado y aunque recuerdo el rostro húmedo, lo que viene a
mi realmente es la memoria táctil de abandonar mi lugar y empezar a bajar,
pidiendo a todas las deidades en mi fuero interno que fuera un sueño. No lo
era.
¿Hay algo peor que ver a una madre llorar? Ella y mi hermano
se tomaban de la mano mientras te contemplaban. Tus manos delgadas (son idénticas
a las mías) entrelazadas sobre tu pecho, la ropa cómoda y holgada porque
perdiste tanto peso, los ojos cerrados y una expresión tan pacífica. Me acerqué
incrédula y mamá dijo “deberías darle un último abrazo”. ¿En qué escuela te
preparan para ese momento? ¿Para decir adiós? ¿Para abrazar un cuerpo y
prepararte para no volver a abrazarlo nunca más?
Lo hice. Lo hice con el alma, con todo el amor que una niña
puede albergar, con el dolor insoportable de no haber contemplado tus ojos, tu
voz, tus gestos lo suficiente. ¿Cómo se puede soportar tanto dolor, cómo un abrazo te puede destruir de
esa manera?
Esperé sentada en el sillón que mamá usaba para dormir
mientras te cuidaba por las noches y observé con ojos que estaban aquí pero no como
decidían sobre funerarias, sobre entierros, sobre lugares. Vi a detalle cómo se rompió el corazón de mi
hermano menor al enterarse y como intentamos contener su dolor con un abrazo.
Empezó a llegar gente y tanto nos abrazaron como intentaron
que durmiéramos más. ¿De qué manera podría yo conciliar el sueño, si tenía el
alma rota? Dios sabe que aún el día de hoy hay veces en que no puedo dormir
pensando en ti. Los días de velar los recuerdo borrosos, entre miles de
familiares y amigos intentando obligarnos a comer, a dormir, a funcionar. Gente
que no sé de donde salió dispuesta a hacer café, a darnos la mano, a limpiarnos
las lágrimas y mocos, a decirnos que ya no te dolía más, que estabas bien, que
ahora estabas cerca a Dios. Un señor que estudió contigo me contó que estaban
en el equipo de atletismo juntos y sentí el corazón cálido; me estaba regalando
un pedazo de ti que yo no conocía.
Cuando llegó mi hermana me di cuenta de que podíamos empezar
a realmente despedirnos de ti. Ver tu viva imagen en ella fue como un puñetazo
en el estómago. Después llegaron tus
hermanos y le dieron sentido al odio que algunas veces todavía les tengo. Que
personas tan ruin, tan desalmadas, tan todo lo que tú nunca fuiste. Con razón vivías
lejos.
Te enterramos en tu tierra natal, junto a tu mamá. No
intentaré poner en palabras lo que ese día sentí, porque no conozco alguna que
alcance a describir lo triste que me sentí a partir de ahí, lo terrible que te
vean con ojos de lastima, lo fuerte que es tomar las manos de tus hermanos y
mamá y darte cuenta que a partir de ahí están juntos y solos.
Moriste un mes antes de que cumpliera quince años. Habías
prometido llevarme a cenar, dijiste: “Tu y yo enana, es una cita”, pero no
pudiste cumplirlo. Recuerdo los días previos en que pensaba que inevitablemente
todo saldría bien porque no concebía una vida sin ti. Un día desperté en la
noche, cuando tu caminabas por todos lados intentando alejar el dolor y te tomé
la mano. Caminamos horas y después nos acostamos en mi cama a ver el amanecer.
Me dijiste que de tus hijos, te preocupaba mi timidez, mi seriedad. Dijiste “se
cómo piensas, porque yo pienso igual” y agradezco con el alma el que lo dijeras
porque jamás lo habías dicho y yo sentía que estaba sola en esta jaula que
tengo por mente.
Hoy me da terror saber que hay días en que no pienso en ti.
Pensar en que tu voz se va desvaneciendo de mis recuerdos al igual que tu olor.
Eso me gustaba, abrazarte y olerte. Me gustaba oírte decirme que me cortara el
pelo, que me peinara. Me gustaba cuando me llevabas a la secundaria y a veces
no decíamos nada en el trayecto, pero el simple hecho de oír música en la
oscura tranquilidad me era suficiente. Amaba oírte cantar, llegar cantando,
cantar mientras hacías otra cosa. Eras
una persona muy especial, muy inteligente, muy dedicada, muy responsable. Uno de esos que ya no hay y eso sí que lo voy
a recordar.
En tu periodo de enfermedad quisiera que supieras cuantas
veces pedí que al menos no sufrieras dolor. A veces me gusta pensar que tú nos
deseas lo mismo a nosotros. Que te recordemos con amor, con tranquilidad y sin
dolor.
Ojala diez años después doliera menos pero este día vuelvo a
ser una niña de catorce años y tú el papá que -enfermo de cáncer y sufriendo-
se paró en mi graduación de secundaria solo a estar ahí para mí. Perdón por ser
tan débil pero el amor nos hace vulnerables, papi.
Me toca recordarte y sentirme culpable de ni siquiera poder
visitar tu tumba. Prenderte una velita y llevarte cosido al corazón todo el
día. Comprar unas flores de supermercado en tu honor. Hacer esa búsqueda de
google que me recuerda siempre que mi papá era un chingón. Y finalmente
agradecerle a Dios por haberme regalado
casi quince años de vida a tu lado, por darme el material para contarle
a mis sobrinos e hijos como era de divertido su abuelo, por darme estos genes
serios pero con una capacidad infinita de amor, estas ansias, esta piel morena, estas manos flacas, este
cabello oscuro, esta responsabilidad, este corazón.
Es una década. No duele menos pero siempre te voy a amar más
y más, hasta el fin de los tiempos.
Te quiere, tu enana.