jueves, 5 de septiembre de 2019

Diez años


Hoy son diez años.

Jamás podré olvidar esa noche, el dolor la grabó a fuego lento en mi piel y las lágrimas en mi rostro.

Desperté súbitamente, como si supiera que estaba pasando. Comencé a bajar las escaleras pero la enfermera venía hacia mí. “No bajes” me dijo, y me llevo de regreso a la cama. Me contó con la poca calma que le quedaba lo que había pasado y aunque recuerdo el rostro húmedo, lo que viene a mi realmente es la memoria táctil de abandonar mi lugar y empezar a bajar, pidiendo a todas las deidades en mi fuero interno que fuera un sueño. No lo era.

¿Hay algo peor que ver a una madre llorar? Ella y mi hermano se tomaban de la mano mientras te contemplaban. Tus manos delgadas (son idénticas a las mías) entrelazadas sobre tu pecho, la ropa cómoda y holgada porque perdiste tanto peso, los ojos cerrados y una expresión tan pacífica. Me acerqué incrédula y mamá dijo “deberías darle un último abrazo”. ¿En qué escuela te preparan para ese momento? ¿Para decir adiós? ¿Para abrazar un cuerpo y prepararte para no volver a abrazarlo nunca más?  

Lo hice. Lo hice con el alma, con todo el amor que una niña puede albergar, con el dolor insoportable de no haber contemplado tus ojos, tu voz, tus gestos lo suficiente. ¿Cómo se puede soportar tanto  dolor, cómo un abrazo te puede destruir de esa manera?

Esperé sentada en el sillón que mamá usaba para dormir mientras te cuidaba por las noches y observé con ojos que estaban aquí pero no como decidían sobre funerarias, sobre entierros, sobre lugares.  Vi a detalle cómo se rompió el corazón de mi hermano menor al enterarse y como intentamos contener su dolor con un abrazo.  

Empezó a llegar gente y tanto nos abrazaron como intentaron que durmiéramos más. ¿De qué manera podría yo conciliar el sueño, si tenía el alma rota? Dios sabe que aún el día de hoy hay veces en que no puedo dormir pensando en ti. Los días de velar los recuerdo borrosos, entre miles de familiares y amigos intentando obligarnos a comer, a dormir, a funcionar. Gente que no sé de donde salió dispuesta a hacer café, a darnos la mano, a limpiarnos las lágrimas y mocos, a decirnos que ya no te dolía más, que estabas bien, que ahora estabas cerca a Dios. Un señor que estudió contigo me contó que estaban en el equipo de atletismo juntos y sentí el corazón cálido; me estaba regalando un pedazo de ti que yo no conocía.

Cuando llegó mi hermana me di cuenta de que podíamos empezar a realmente despedirnos de ti. Ver tu viva imagen en ella fue como un puñetazo en el estómago.  Después llegaron tus hermanos y le dieron sentido al odio que algunas veces todavía les tengo. Que personas tan ruin, tan desalmadas, tan todo lo que tú nunca fuiste. Con razón vivías lejos.  

Te enterramos en tu tierra natal, junto a tu mamá. No intentaré poner en palabras lo que ese día sentí, porque no conozco alguna que alcance a describir lo triste que me sentí a partir de ahí, lo terrible que te vean con ojos de lastima, lo fuerte que es tomar las manos de tus hermanos y mamá y darte cuenta que a partir de ahí están  juntos y solos.

Moriste un mes antes de que cumpliera quince años. Habías prometido llevarme a cenar, dijiste: “Tu y yo enana, es una cita”, pero no pudiste cumplirlo. Recuerdo los días previos en que pensaba que inevitablemente todo saldría bien porque no concebía una vida sin ti. Un día desperté en la noche, cuando tu caminabas por todos lados intentando alejar el dolor y te tomé la mano. Caminamos horas y después nos acostamos en mi cama a ver el amanecer. Me dijiste que de tus hijos, te preocupaba mi timidez, mi seriedad. Dijiste “se cómo piensas, porque yo pienso igual” y agradezco con el alma el que lo dijeras porque jamás lo habías dicho y yo sentía que estaba sola en esta jaula que tengo por mente.

Hoy me da terror saber que hay días en que no pienso en ti. Pensar en que tu voz se va desvaneciendo de mis recuerdos al igual que tu olor. Eso me gustaba, abrazarte y olerte. Me gustaba oírte decirme que me cortara el pelo, que me peinara. Me gustaba cuando me llevabas a la secundaria y a veces no decíamos nada en el trayecto, pero el simple hecho de oír música en la oscura tranquilidad me era suficiente. Amaba oírte cantar, llegar cantando, cantar mientras hacías otra cosa.  Eras una persona muy especial, muy inteligente, muy dedicada, muy responsable.  Uno de esos que ya no hay y eso sí que lo voy a recordar.

En tu periodo de enfermedad quisiera que supieras cuantas veces pedí que al menos no sufrieras dolor. A veces me gusta pensar que tú nos deseas lo mismo a nosotros. Que te recordemos con amor, con tranquilidad y sin dolor.

Ojala diez años después doliera menos pero este día vuelvo a ser una niña de catorce años y tú el papá que -enfermo de cáncer y sufriendo- se paró en mi graduación de secundaria solo a estar ahí para mí. Perdón por ser tan débil pero el amor nos hace vulnerables, papi.

Me toca recordarte y sentirme culpable de ni siquiera poder visitar tu tumba. Prenderte una velita y llevarte cosido al corazón todo el día. Comprar unas flores de supermercado en tu honor. Hacer esa búsqueda de google que me recuerda siempre que mi papá era un chingón. Y finalmente agradecerle a Dios por haberme regalado  casi quince años de vida a tu lado, por darme el material para contarle a mis sobrinos e hijos como era de divertido su abuelo, por darme estos genes serios pero con una capacidad infinita de amor, estas ansias,  esta piel morena, estas manos flacas, este cabello oscuro, esta responsabilidad, este corazón.

Es una década. No duele menos pero siempre te voy a amar más y más, hasta el fin de los tiempos.

Te quiere, tu enana.







1 comentario:

Jerry dijo...

No puedo parar de llorar, Celina amiga tienes un don divino, tu Papa siempre estará a tu lado